lunes, 23 de enero de 2017

Relato: Reloj de agua. - (Divagacionistas. Tema: Tiempo)


Reloj de agua
      Abrió los ojos. Una oscuridad familiar se mostró ante ella, acompañada por un rítmico goteo desde algún lugar lejano. Conocía bien ese sonido, más no sabía de dónde procedía. Nunca se detenía, solo se repetía, una y otra vez, resonando por las paredes rocosas. Era su única referencia temporal en aquel abandonado lugar y su mente se había acostumbrado a contar las gotas para medir el tiempo.
      Treinta gotas.
      Se incorporó hasta quedar sentada y tanteó el suelo hasta alcanzar una pequeña caja de cerillas, abriéndola con los dedos entumecidos. Sacó uno de los fósforos y lo encendió con torpeza. La repentina iluminación, aunque leve, y el apenas perceptible crepitar de la llama le hicieron sonreír, para acto seguido, volver a hundirla en su constante melancolía: casi no quedaban cerillas en la envejecida caja. En poco tiempo, el pequeño pedacito de sol que conservaba con ella se habría ido para siempre.
      Sesenta y siete gotas.
      Con cuidado de no apagar la llama, se acercó a una pequeña montaña de provisiones. No recordaba cómo ni por qué había llegado hasta allí, pero dado que solo una situación radical podría haberla aislado de ese modo, prefería no saberlo. Abrió como pudo una lata de sopa y la bebió rápidamente; tenía otras prioridades distintas a las culinarias. En mitad del proceso, algo la detuvo:
      Ciento veintiuna gotas. No más.
      Ese segundero natural se había detenido por primera vez. Justo en ese momento, se escuchó el estruendoso eco de piedras precipitándose al vacío. La impresión le hizo soltar la cerilla y saltar hasta ponerse de pie. A su izquierda seguían oyéndose piedras caer. Giró, a oscuras, por varias galerías sin investigar y tras el intervalo que habrían sido unas doscientas gotas, vio un rayo de luz filtrándose por una pared. Se lanzó hacia las rocas, arrancándolas de su sitio con las manos desnudas, desesperada. Cuando tuvo abierto un agujero de un tamaño suficiente, se coló por él. La claridad del exterior la deslumbró y cuando sus ojos se acostumbraron, algo llamó su atención.
      Frente a ella levitaban varias hojas, inmóviles. Fue en ese momento cuando se percató de que el paisaje estaba congelado. Los arbustos junto a ella se balanceaban; un metro más adelante estaban paralizados. Nada se movía. Sin quererlo, había encontrado la razón de su aislamiento: más allá de aquella cueva, el tiempo había dejado de existir.