Fantasmas de la memoria
— Qué bonita mañana, ¿no crees? —El anciano alejó la mirada
de la ventana y sonrió a la joven que se sentaba a su lado.
— Sin duda, padre. —Le devolvió la sonrisa e hizo
un ademán de levantarse—. ¿Qué me contaréis hoy?
Con manos temblorosas, el hombre sujetó su bastón y se incorporó.
— Siéntate, que aún no soy tan mayor —le recriminó
mientras cogía un álbum de tapas desgastadas y lo sujetaba contra su pecho.
Se sentó con cuidado de nuevo y con toda la delicadeza que su mal
pulso le permitía, abrió el álbum, dejando al descubierto unas páginas que ya
amarilleaban por el tiempo.
— ¿Te he contado cómo conocí tu madre, que en paz descanse? —la
chica negó y siguió sonriendo— Cada día que pasa la echo más de
menos. Mira, aquí estábamos, en las fiestas de la Virgen de Gracia. ¡Qué guapa
estaba! —dijo acariciando la fotografía—. Fue un regalo de
Juan, el fotógrafo del pueblo.
— ¿El del Sordo?
— Claro, hija. El hijo del Sordo, ¡qué cosas tienes! Como te
decía: los chicos de la banda estaban tocando pasodobles. ¡Cuánto bailamos! Fue
ella quien me sacó a bailar, ¿lo sabías? Qué mujer tu madre... —el anciano
miró a su hija con ojos cansados—. María, ¿bailarías conmigo?
— Claro que sí, padre, por usted lo que sea. —dijo mientras ayudaba a su padre a levantarse.
Aún apoyado en el bastón, el hombre comenzó a dar los primeros
pasos de baile y a tararear la letra de un pasodoble que el mundo moderno ya
había olvidado. Tras unas estrofas, la puerta de la habitación se abrió y entró
un enfermero joven con cara de espanto.
— ¡¿Qué hace de pie?! —Corrió hacia el anciano para ayudarle
a sentarse.
— ¡Bailar con mi hija!
— Con... ¿con su hija?
En ese momento se asomó otra enfermera que se apresuró a
intervenir. Entre ambos lo convencieron de volver a sentarse y admirar el
paisaje. En voz baja, el enfermero preguntó:
— ¿Bailaba con su hija? Aquí no hay nadie.
— Ay, querido. —Contestó apenada la mujer—. Su hija nunca ha
venido a verle. Los fantasmas de su memoria son lo único que le queda para
combatir la soledad.
Desde el sillón se escuchó una voz:
— Qué bonita mañana, ¿no crees? —El anciano miraba hacia una
silla vacía.