Reloj de agua
Abrió los ojos. Una oscuridad familiar se mostró ante ella,
acompañada por un rítmico goteo desde algún lugar lejano. Conocía bien ese
sonido, más no sabía de dónde procedía. Nunca se detenía, solo se repetía, una
y otra vez, resonando por las paredes rocosas. Era su única referencia temporal
en aquel abandonado lugar y su mente se había acostumbrado a contar las gotas para
medir el tiempo.
Treinta gotas.
Se incorporó hasta quedar sentada y tanteó el suelo hasta
alcanzar una pequeña caja de cerillas, abriéndola con los dedos entumecidos.
Sacó uno de los fósforos y lo encendió con torpeza. La repentina iluminación, aunque
leve, y el apenas perceptible crepitar de la llama le hicieron sonreír, para
acto seguido, volver a hundirla en su constante melancolía: casi no quedaban
cerillas en la envejecida caja. En poco tiempo, el pequeño pedacito de sol que
conservaba con ella se habría ido para siempre.
Sesenta y siete gotas.
Con cuidado de no apagar la llama, se acercó a una pequeña
montaña de provisiones. No recordaba cómo ni por qué había llegado hasta allí,
pero dado que solo una situación radical podría haberla aislado de ese modo,
prefería no saberlo. Abrió como pudo una lata de sopa y la bebió rápidamente;
tenía otras prioridades distintas a las culinarias. En mitad del proceso, algo
la detuvo:
Ciento veintiuna gotas. No más.
Ese segundero natural se había detenido por primera vez.
Justo en ese momento, se escuchó el estruendoso eco de piedras precipitándose
al vacío. La impresión le hizo soltar la cerilla y saltar hasta ponerse de pie.
A su izquierda seguían oyéndose piedras caer. Giró, a oscuras, por varias
galerías sin investigar y tras el intervalo que habrían sido unas doscientas gotas,
vio un rayo de luz filtrándose por una pared. Se lanzó hacia las rocas, arrancándolas
de su sitio con las manos desnudas, desesperada. Cuando tuvo abierto un agujero
de un tamaño suficiente, se coló por él. La claridad del exterior la deslumbró y
cuando sus ojos se acostumbraron, algo llamó su atención.
Frente a ella levitaban varias hojas, inmóviles. Fue en ese
momento cuando se percató de que el paisaje estaba congelado. Los arbustos
junto a ella se balanceaban; un metro más adelante estaban paralizados. Nada se
movía. Sin quererlo, había encontrado la razón de su aislamiento: más allá de
aquella cueva, el tiempo había dejado de existir.
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